Hay ciudades que nos sorprenden. Me ocurrió con Luxemburgo. Antes de viajar hacia sus calles, por simple ignorancia, daba cero crédito al burgo inaugurado hace poco más de un milenio, luego que un noble adquiriera un castillo en la cima de una colina. Desde ahí emergió una ciudad devenida Gran Ducado, independiente y altiva, en el mero centro de Europa, casi como un enclave para limar asperezas entre vecinos más encumbrados, léase Francia, Alemania y Bélgica.
Con cerca de 2.500 kilómetros cuadrados (la provincia de Talca, en Chile, es cuatro veces más grande) y una población de medio millón de luxemburgueses, donde la mitad son “originarios”. El resto, la mayoría vino de Portugal, otros de Francia, Italia, Alemania, Bélgica, Reino Unido, Holanda y no pocos de África. Para el Banco Mundial, el país tiene el ingreso per cápita más alto del mundo. El FMI refuta que es el segundo. En fin, en Luxemburgo un mal pasar material no es tema. Pero no vamos a hablar aquí de indicadores. Esto fue un viaje.
Quedémonos en la ciudad. Su casco histórico es patrimonio mundial de la UNESCO. Y lo merece. Más que arquitectura, más que museos y ruinas, lo que sorprende al viajero no avisado es el amplio emplazamiento de la ciudad antigua.
Colinas, quebradas, edificios, puentes, ríos y barrios añosos de una belleza entrañable, rodeados de bosques y jardines. Y en el horizonte, en otra colina, se recortan algunos edificios vanguardistas del Luxemburgo financiero. Tan amplia vista nos sorprende en el puente más visitado de la ciudad, donde en la cúspide de una quebrada se emplazaba el castillo originario, cuyos restos aún permanecen dando cuenta de la maravilla arquitectónica de hace más de un milenio.
Abajo, un angosto río sigue el curso de la misma quebrada, en cuyas orillas hoy se ubican barrios citadinos muy amables y elegantes. Estos barrios, en su origen, en los siglos medievales y en los fundantes de la industrialización, eran los rincones donde moraba el bajo pueblo. Para el turista actual es un paseo obligado recorrer sus calles y parques, o bien es una vista panorámica a observar ensimismado desde los grandes puentes, ya sean peatonales y ciclovías, de autos y buses, de trenes y tranvías.
Mientras arriba, en laderas y colinas, se emplazan edificios patrimoniales y el centro comercial, que es peatonal y animado, con cafés y bares, por supuesto.
Sorprendente Luxemburgo. Uno esperaba encontrar a unos ciudadanos ordenados, opulentos, aburridos, homogéneamente caucásicos y, en vez de eso, encuentra un pueblo variopinto y sereno, que habita una arquitectura y geografía evocadora de un bello caos.